De regreso de nuestra primera visita juntos al Cementerio de Luján de Cuyo, conversamos con mi hijo menor Felipe (15). Fuimos a llevarle flores a mi padre, Víctor, y a la nonna Elisa. Felipe tiene la trisomía 21, más conocida como síndrome de Down. Padece un trastorno del lenguaje importante, pero con tratamiento fonoaudiológico permanente, desde chico, poco a poco ha ido mejorando el habla y se hace entender bastante bien.
Le expliqué, mientras buscábamos agua para poner las flores en las lápidas de mi padre y mi bisabuela, que ese lugar se llama cementerio y que ahí, en todas esas tumbas, mausoleos, nichos, hay personas que se murieron. Se negó a aceptarlo y me respondió todo el tiempo “Pinocho”, que es su modo de decir que uno está mintiendo.
–Cuando yo era chico como vos ahora, con tu abuelo Víctor hacíamos las mismas cosas que vos y yo. Jugábamos a la pelota, dibujábamos, me llevaba a la escuela, íbamos a la plaza…
–¿Por qué yo no?
–Porque el abuelo está muerto, ahí donde le dejamos las flores, en el cementerio, igual que la nonna Elisa…
–Pinocho.
Luego hizo silencio y, con su habla singular, que casi siempre acompaña con gestos, como solemos hacer todos, pero con un estilo más intenso, me respondió lo siguiente:
–Me gustaría que vos fueras niño y jugáramos los dos con el abuelo.