Entre 1967 y 1969, Noé Jitrik (1928-2022) escribió una serie de ensayos sobre la obra de seis escritores argentinos: José Hernández, Julio Cortázar, Esteban Echeverría, Roberto J. Payró, Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández. Los reunió en el libro El fuego de la especie. Ensayos sobre seis escritores argentinos, publicado en Buenos Aires por Siglo XXI Argentina en 1971. Lo que sigue son dos párrafos del texto inicial, sin título, donde Jitrik reflexiona sobre la función de la crítica literaria y de los intelectuales. Preside todo el libro la siguiente cita de Jacques Derrida, de su libro De la Grammatologie:
«Mort de la parole» est sans doute ici une métaphore: avant de parler de disparition, il faut penser à une nouvelle situación de la parole, à sa subordination dans une structure dont elle ne sera plus l’archonte.
«Muerte de la palabra» es sin duda aquí una metáfora: antes de hablar de desaparición, se debe pensar en una nueva situación de la palabra, en su subordinación en una estructura donde ella no será más el arconte. (Traducción propia).
«Entonces la crítica: ser eficaz en la lectura pero además alimentar el fuego de la especie; su lectura específica debe a cada instante recordar el origen del gesto humano sobre el que toda organización reposa para que otros gestos humanos se sigan nutriendo del poder de la palabra; su lectura específica debe levantar lo que no puede morir atropellado por reemplazos que no surgen de la palabra humana; eso que no puede morir es el fuego humano que se debe buscar donde todavía no es y en donde ya ha estado, el fuego humano que es perturbación, búsqueda, erotismo del riesgo, erotismo de la revolución. (p. 11).
«La crítica puede proponerse esa función, mejor dicho, no puede no proponérsela, igual que la literatura, igual que la ciencia, igual que el pensamiento que cubre a todos y cada uno. Entre todos, pueden dibujar una figura, tanto la del infatuado, deplorable e imperfecto presente como del peligroso futuro. Y esta calidad se transmite a quien persigue la figura: la peligrosidad del intelectual de nuestro tiempo, para nuestra sociedad como para sociedades de otro signo, consiste en eso, perseguir una figura, hacer sentir el hueco –sonido sin destino– de una verdad que no concierne sino a quienes beneficia. Su peligrosidad es su trabajo mismo: proseguir, insistir, buscar, presentar hipótesis, no temerle al destierro y a la marginalidad. De su mero ejercicio se desprende su peligrosidad pero también de su confianza activa en su instrumento. Pero también su peligrosidad está en los otros: el intelectual que sigue vivo ejemplifica todo lo que está muerto en uno y que se quiere ver muerto en todos: su vida es su peligrosidad. Si el intelectual –el escritor, el crítico, el científico– no cree en todo esto, si deja de concebir de este modo su duración y su proyecto, se podrá hablar con fundamente de una “muerte de la palabra”. Pero no, no es posible, el fuego de la especie no se ha de apagar así, ningún consentimiento favorecerá su extinción». (p. 12).