El poeta Julio González

Encuentro con el escritor en plena segunda ola.

Esta semana fui a visitar al poeta Julio González (Mendoza, 1939). El Julio (el castellano mendocino coloquial antepone el artículo a todo nombre: el Julio, la María, etc.) vive solo, en un departamento de un monobloc de dos pisos, junto a la margen Este del zanjón Frías –que en esa zona hace un recodo y luego retoma su curso Oeste-Este–, cerca del centro cívico de la ciudad de Mendoza. Me abrió la puerta del edificio Ramiro, sobrino de Julio (voy a abandonar y retomar el mendocino coloquial), que va todos los días antes del almuerzo, le sirve la comida y le deja lista la cena. Se va antes del atardecer y vuelve al mediodía siguiente.

Llegué un poco antes de las seis de la tarde, con unas tortitas raspadas y unas medialunas. Tomamos café en la mesa de la sala principal, rodeados de cuadros, adornos y recuerdos, mientras Ramiro aprovechó para salir un momento. Llevé también un ejemplar del libro Carcome (Grito Manso Editorial, 2020). Le pregunté qué le parecía si le leía el libro en voz alta. Aceptó. Así, entre café y medialuna y tortita, hice algo que hasta ahora no había hecho: leer en voz alta para otra persona este pequeño libro silencioso. Le advertí que eran textos muy breves, que no esperara un poema convencional de una carilla o dos. Él escuchó atento y serio, y cada tanto hizo algún gesto, como fruncir el seño o sonreír, cuando yo, mientras leía, lo miraba a los ojos esperando un mínimo asentimiento. Antes de terminar la lectura, regresó Ramiro y se sumó a la escucha. El Julio hizo un comentario, que no voy a consignar, elogioso, claro. Le dije que no le quedaba otra: hubiera sido mala educación criticar de modo negativo lo que escuchó. Siempre nos implicamos en este tipo de juegos con él, de adivinar o suponer la actitud del otro en determinada situación y señalarla o denunciarla como diciendo «te agarré». Surgen espontáneos estos juegos en el diálogo, de mi parte o de la suya. Nos reímos bastante cuando ocurren o hacemos ocurrir estas señales y también nos reímos esta tarde de otoño. Me pidió que le dedicara el libro. Lo hice con una lapicera hermosa que le regalaron hace poco. Escribí que lo quería mucho, entre otras cosas.

Le conté de mi familia, me contó de la suya, sus hijos que viven en Francia y «están bien», otro de sus sobrinos, que vive en la Patagonia. De su amada Isabel no hablamos, pero ella siempre está presente, en el aire, en el silencio, en nuestros encuentros. Nos despedimos con un choque de puños cerrados, como obliga el protocolo, y con la promesa de vernos pronto. Bajamos con Ramiro hasta la salida del edificio y nos saludamos afectuosamente, con esa seriedad tranquila, respetuosa y atenta común en estas montañas. Pensé: tiene suerte el Julio, o simplemente se lo merece, de contar con alguien tan amoroso como Ramiro.

Les copio un poema de/del Julio, que ama la pintura y sabe mucho de artes plásticas:

Braque

Ahora que espero, pienso.
Pienso, luego espero.
Que es como estar al costado
del tiempo y de las cosas.
(El mundo se ha olvidado de mí).
Sobre el armario marrón,
alto, fino y brillante,
hay un jarrón blanco,
con flores de azul pálido.
El armario y el jarrón no indican
nada especial. Sin embargo,
«Marrón y azul»
es un cuadro de Braque;
«El cielo y la tierra».
Pero qué cielo y qué tierra…
El cielo de los pájaros,
que es sustento del aire;
el de los amantes
en el cuarto de hotel,
que es ajeno y prohibido.
El cielo de la infancia
(esa patria olvidada),
cielo de cuatro patas,
sentado sobre la siesta insomne.
Me recorro y digo:
soy el cielo y la tierra;
con la mujer que espera en su mirada,
soy el cielo y la tierra,
el fuego y la ceniza,
el vuelo y la caída,
la boca y el espanto,
la llegada y la huida.
Y la tierra de Braque, qué tierra.
La tierra del destierro;
la tierra del campesino
y su condena;
la Tierra, o sea el planeta Tierra,
ese enigma que gira
en el cielo pintado color cielo,
antes de Braque.
La tierra santa, a santo de qué;
una tierra que ahora sangra,
milagro de los hombres,
mientras miramos para otro lado.
Regreso de mi corto viaje,
gracias al olvido del mundo.
Miro por la ventana.
Comienza a oscurecer;
por ella se divisa, alto,
el cielo de los hombres,
no el de Braque.
Es un cielo culpable.

(El poema pertenece al libro Otra vez, siempre otra vez. Poemas elegidos.
Ediciones Culturales de Mendoza, 2018, p. 23 y 24).

Julio González. Foto: Eduardo Dolengiewich